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Pregunta: ¿Cómo nos separa el pecado de Dios?

Respuesta:
Una forma simple de definir el pecado es "el acto de ir en contra de Dios y Sus caminos" (Romanos 3:23). Tiene sentido que, cuando vamos en contra de algo, estamos separados de eso. Por definición, el pecado nos separa de Dios.

Puesto que Dios es el creador y dador de vida, estar separados de Él significa experimentar la muerte (Romanos 6:23; Efesios 2:1). La Biblia describe a los que no se arrepienten: "teniendo el entendimiento entenebrecido, ajenos de la vida de Dios por la ignorancia que en ellos hay, por la dureza de su corazón" (Efesios 4:18). El pecado nos endurece. Un pecado continuo es una serie de decisiones, cada una eligiendo en contra de la autoridad de Dios en nuestras vidas y sustituyéndola por la nuestra. Esas decisiones crean un muro entre nosotros y nuestro Creador, porque no podemos tener dos amos. Jesús dijo "No podéis servir a Dios y a las riquezas" (Mateo 6:24). No solo estamos separados de Dios cuando el pecado nos gobierna; somos Sus enemigos (Colosenses 1:21). Esta separación de Dios creada por el pecado nos condena a una eternidad lejos de Él, excepto por una cosa: Jesucristo vino al mundo a salvar a los pecadores (1 Timoteo 1:15).

La separación existe porque Dios es perfecto y nosotros no. El universo que Él creó era perfecto. Los seres humanos que Él hizo a Su propia imagen eran perfectos hasta que el pecado lo arruinó todo (Génesis 1:27, 31; 3:1-24). En el momento en que Adán y Eva pecaron, sus "ojos fueron abiertos" (Génesis 3:7), y supieron que se había producido una separación; algo había llegado entre ellos y Dios. Se dieron cuenta del pecado y sus consecuencias. Parte de la perfección de Dios es Su justicia perfecta, y la justicia exige que se retribuya el pecado. Pasar por alto el pecado no sería justicia, por lo que el pecado se interponía entre la humanidad y el Juez Justo.

En un acto que presagiaba el plan definitivo de Dios, este mató a un animal perfecto en el Jardín del Edén y cubrió la desnudez de Adán y Eva con su piel (Génesis 3:21). Dios contó la sangre de ese sustituto como pago por el pecado del hombre. Sin el derramamiento de sangre inocente, no podría haber perdón, y la humanidad estaría eternamente separada de Dios (Hebreos 9:22). El derramamiento de sangre de Jesucristo en la cruz fue un acto intencional que acabaría para siempre con la separación entre la humanidad y Dios. "Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna" (Juan 3:16; c.f. Juan 3:17-18). Dios cuenta la sangre de Su Hijo como pago suficiente por la deuda que debemos. Cuando confiamos en Jesús como nuestro Señor y Salvador personal, Dios cierra la brecha que se abrió entre nosotros (2 Corintios 5:21; Colosenses 2:13-15).

Sin embargo, incluso como cristianos, nuestro pecado puede seguir separándonos de la comunión con Dios. El pecado es como una cortina oscura corrida sobre una ventana soleada. El sol todavía está ahí, pero la cortina genera una separación de su calor y luz. El arrepentimiento levanta la cortina y restaura la relación que una vez disfrutamos (1 Juan 1:9). Cualquier pecado no confesado en la vida de un seguidor de Jesús puede crear una sensación de separación de Dios. Dios no nos abandona, pero la luz y el calor de la comunión se cortaron cuando elegimos el pecado. No perdemos nuestra salvación, porque Jesús pagó nuestra deuda por completo. Sin embargo, podemos perder el amor, el gozo y la paz del Espíritu Santo cuando persistimos en vivir separados de Dios.

El rey David sintió tal separación cuando pecó. Codició a la esposa de otro hombre, durmió con ella, y luego hizo matar a su esposo para encubrir su pecado (2 Samuel 11). Dios no estaba complacido con las acciones de David y envió al profeta Natán para confrontarlo (2 Samuel 12). Aunque David pecó gravemente, se arrepintió completamente. El Salmo 51 es la súplica de arrepentimiento de David al Señor. Sufrió consecuencias debido a su pecado. El bebé concebido en esa unión adúltera murió como parte del juicio de David (2 Samuel 12:15–25). Pero cuando David se arrepintió, la separación que su pecado había creado desapareció. Cuando pecamos y Dios nos confronta, no debemos defendernos, justificarnos, o excusar nuestra transgresión. Debemos arrepentirnos de ella y dejar que el perdón de Dios nos restaure la comunión con Él.

Para cada problema humano, Dios tiene una solución. Aunque nosotros creamos el problema, Dios nos rescata cuando invocamos Su nombre (Proverbios 18:10; Romanos 8:28–30). La separación de Dios no tiene por qué definir nuestra relación con Él. Podemos confesar nuestro pecado, confiar en Su salvación a través de la fe en Su Hijo, y aceptar el completo perdón que nos proporciona el sacrificio de Jesús (Isaías 43:25; Salmo 103:12; Juan 1:29; Hebreos 8:12). El pecado nos separa de Dios, pero la gracia y misericordia de Jesús, restaura a cualquiera que le reciba como Señor de sus vidas.

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