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Pregunta

¿Cuál es el relato de Anás y Caifás?

Respuesta


Anás y Caifás son dos sumos sacerdotes mencionados durante el ministerio público de Jesús (Lucas 3:2). En ese período de la historia, los sumos sacerdotes eran instalados y removidos por gobernantes romanos. Aunque no se registra en la Biblia, la tradición es que los romanos habían destituido a Anás y nombrado sumo sacerdote a Caifás. Así, oficialmente, Caifás, el yerno de Anás, era el sumo sacerdote durante el ministerio de Jesús, pero Anás, el ex sumo sacerdote, todavía tenía una influencia significativa y todavía se le llamaba sumo sacerdote (Juan 18:13).

Cuando Jesús fue arrestado en Getsemaní, fue llevado ante Anás para ser interrogado (Juan 18:13; 19-23). Anás lo envió a Caifás (Juan 18:24). El Sanedrín también participó en este interrogatorio (Mateo 26:57). Jesús fue llevado de la casa de Caifás para comparecer ante Pilato (Juan 18:28), quien luego envió a Jesús a Herodes (Lucas 23:6-7), quien lo devolvió a Pilato (Lucas 23:11). Pilato condenó finalmente a Jesús a la muerte por crucifixión, después de declararlo inocente tres veces (Juan 18:38; 19:4, 6).

El juicio de Jesús ante Anás y Caifás estuvo marcado por falsos testimonios y contradicciones sobre lo que Jesús había hecho y dicho (Marcos 14:56). A pesar de ello, "él callaba, y nada respondía" (versículo 61). Caifás comenzó a desesperarse al no encontrar suficientes pruebas para condenar a Jesús a muerte, pero entonces le preguntó directamente: "¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?" (versículo 61). Jesús respondió, "Yo soy; y veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo" (versículo 62). Al oír esto, Caifás rasgó sus ropas, declaró a Jesús un blasfemo y lo entregó a una muchedumbre que lo golpeó (versículos 63-65).

Anás y Caifás también se mencionan en Hechos 4:6 cuando Pedro y Juan fueron interrogados ante los gobernantes judíos: "y el sumo sacerdote Anás, y Caifás y Juan y Alejandro, y todos los que eran de la familia de los sumos sacerdotes". Lleno del Espíritu Santo, Pedro respondió con valentía. Atribuyó a Jesucristo de Nazaret la sanidad de un cojo (Hechos 3:1-10; 4:9-10), recordó a los gobernantes que habían crucificado a Jesús, y proclamó que Dios había resucitado a Jesús de entre los muertos (Hechos 4:10). Pedro también declaró que la salvación se encuentra en nadie más que en Jesús (Hechos 4:12). Las autoridades judías quedaron asombradas por el comportamiento de los discípulos, especialmente considerando que eran hombres comunes, y reconocieron que los discípulos habían estado con Jesús. Los gobernantes estaban "resentidos de que enseñasen al pueblo, y anunciasen en Jesús la resurrección de entre los muertos" (Hechos 4:2) y querían detener la propagación del movimiento. Por lo tanto, a pesar de la evidente obra de Dios, ordenaron a Pedro y Juan que dejaran de enseñar en el nombre de Jesús. Los discípulos se negaron. Los gobernantes los amenazaron aún más, pero no pudieron castigarlos "porque todos glorificaban a Dios por lo que se había hecho, ya que el hombre en quien se había hecho este milagro de sanidad, tenía más de cuarenta años" (Hechos 4:21-22).

Significativamente, Caifás había profetizado involuntariamente acerca de la muerte de Jesús. Cuando el Sanedrín estaba tramando matar a Jesús, Caifás "les dijo: Vosotros no sabéis nada; ni pensáis que nos conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación perezca. Esto no lo dijo por sí mismo, sino que como era el sumo sacerdote aquel año, profetizó que Jesús había de morir por la nación; y no solamente por la nación, sino también para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos" (Juan 11:49-52; cf. Juan 18:14).

Aunque ambos, Anás y Caifás, conspiraron contra Jesús y buscaron inhibir la propagación del evangelio, ambos fueron utilizados por Dios para avanzar en Su plan. Caifás tenía razón; era bueno que un hombre muriera por todas las personas. Puesto que ese Hombre murió en nuestro lugar, podemos obtener la vida eterna mediante la fe en él (Efesios 2:8-10; Romanos 5:12-20; Hebreos 7:27).

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