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Experimentar la muerte de un hijo es uno de los dolores más profundos de la vida. Hay muchas formas de perder a un hijo, como las batallas por la custodia, la disipación, o el aborto espontáneo, pero la muerte de un bebé provoca un tipo especial de dolor por una vida que nunca fue vivida. Solo los padres que han sufrido tal pérdida entienden su devastador impacto. Sin embargo, los abuelos, hermanos y amigos luchan con su propio duelo. De ese duelo surge la pregunta ¿Por qué? A esa pregunta se une, a menudo, una ira subyacente hacia Dios por permitir la muerte del niño. Para aquellos que luchan por aceptar la muerte de un bebé, por favor vean nuestro artículo “¿Cómo deben manejar los padres la muerte de un hijo?”
A menudo, la primera reacción ante una pérdida inenarrable es preguntar “por qué”. Sin embargo, cuando preguntamos “por qué” en situaciones que están fuera de nuestro control, eso a menudo no es lo que realmente queremos decir. Lo que realmente queremos saber es si Dios todavía tiene el control de un universo que inflige tal sufrimiento. ¿Nos está castigando? ¿Está enojado con nosotros? ¿Hicimos algo digno de tal tristeza? Debajo de todas las preguntas, queremos saber si esta muerte de niño sirve para algún buen propósito.
Cuando un bebé muere, solo vemos un potencial desperdiciado. Imaginamos fiestas de cumpleaños que nunca tendremos, graduaciones que nunca veremos y besos de bebé que nunca sentiremos. La pérdida parece no tener sentido, y la percepción de sufrimiento sin sentido puede alimentar la ira, la depresión, la confusión, la negación y otras reacciones negativas. Pero, cuando las primeras olas de duelo pasan, podemos estar listos para hacer la verdadera pregunta: Dios, ¿sirve para algún buen propósito la muerte de este niño y el dolor que acompaña?
El Salmo 131 es un pasaje al que acudir cuando la vida nos golpea con eventos demasiado pesados que soportar, como un aborto espontáneo o la muerte de un bebé:
"Jehová, no se ha envanecido mi corazón, ni mis ojos se enaltecieron; Ni anduve en grandezas, Ni en cosas demasiado sublimes para mí. En verdad que me he comportado y he acallado mi alma Como un niño destetado de su madre; Como un niño destetado está mi alma. Espera, oh Israel, en Jehová, Desde ahora y para siempre.” (Salmo 131)
Teológicamente, podemos decir que la razón por la que alguien muere, incluyendo a los bebés, es que vivimos en un mundo caído y roto que lleva los efectos del pecado: “Cuando Adán pecó, el pecado entró en el mundo. El pecado de Adán introdujo la muerte, de modo que la muerte se extendió a todos, porque todos pecaron.” (Romanos 5:12, NTV). La muerte de un bebé no nos sienta bien, y no debería, porque no es como Dios planeó originalmente la vida.
Defectos al nacer, anomalías cromosómicas y deformidades, todos factores en el aborto espontáneo y la muerte del bebé, son resultados del reinado de la muerte sobre la vida humana. En ciertos momentos, Dios puede llevar a un bebé cuya vida terrenal estaría llena de agonía. Por doloroso que sea, a veces la muerte de un bebé es misericordia. Podemos saber que, sin importar cuánto durara la vida del niño, él o ella cumplió el propósito de Dios en la tierra, por lo que Dios consideró apropiado llevar al niño a casa.
Podemos hacer afirmaciones generales sobre el pecado y la muerte y la deformidad, pero no podemos saber definitivamente por qué los bebés mueren porque no somos Dios. No tenemos la capacidad de ver en el pasado y el futuro como Dios puede. No sabemos el propósito detrás de muchas cosas que Dios hace o permite, pero encontramos consuelo en correr hacia Él como un niño pequeño y descansar en Su sabiduría superior. Nos dice que Sus pensamientos no son nuestros pensamientos y Sus caminos no son nuestros caminos (Isaías 55:9). Y estamos agradecidos por eso. Su perspicacia no está limitada por nuestras mentes finitas. Su experiencia no está confinada a meros 60—70 años en un planeta. Él es el que creó el planeta y los humanos que lo habitan, y sabe mucho más que nosotros sobre cómo funciona la vida (Apocalipsis 1:8). No es indiferente a nuestras penas, pero ve el resto de la historia.
Dios es un Padre, y nos invita a entenderlo como entendemos una relación padre-hijo. Un buen padre a veces permite que un hijo experimente eventos dolorosos para el bien a largo plazo de ese hijo. De manera similar, Dios permite eventos dolorosos en nuestras vidas para nuestro bien a largo plazo. Un niño puede afligirse por trasladarse a una nueva ciudad, la muerte de una mascota, o el rechazo de sus compañeros de clase. Los padres sabios no ofrecen cambiar esas cosas, sino que trabajan para lograr una nueva perspectiva, confortando y asegurando al niño que todo estará bien. Dios hace lo mismo con nosotros. Raramente responde a nuestras preguntas de "por qué" pero sí nos asegura que todavía está en control y que todo estará bien (Isaías 46:9–11; Salmo 147:3). También promete que nuestro dolor no es inútil si lo confiamos a Él y buscamos Su propósito en él (Romanos 8:28).
Dios creó a ese hijo y ama a ese hijo. Podemos confiar en el Creador para tratar con delicadeza a Su creación humana y acoger a los bebés en Su presencia (Mateo 18:5–6; 2 Samuel 12:23). Y aunque lloremos, la alegría viene por la mañana (Salmo 30:5). Independientemente del modo en que el niño nos dejó, tenemos la promesa de que todos los que pertenecen a Jesús se reunirán para siempre en el cielo con Él. Algún día, la tristeza se irá y la muerte será destruida para siempre (2 Timoteo 1:9–10; Apocalipsis 20:14).