Pregunta: "¿Acaso es posible ser santo, ya que sólo Dios es santo?"
Respuesta:
La santidad no es sólo una posibilidad para el cristiano; la santidad es un requisito. "Sin santidad nadie verá al Señor" (Hebreos 12:14). La diferencia entre Dios y nosotros es que Él es por naturaleza santo mientras que nosotros, por otra parte, sólo llegamos a ser santos cuando estamos con Cristo y crecemos en santidad práctica a medida que maduramos espiritualmente. El Nuevo Testamento enfatiza la búsqueda de la santidad en este mundo y que se logre finalmente la santidad en el mundo venidero.
Ser "santo" significa que somos, en primer lugar, "apartados para un uso honorable". Mientras que "éramos en otro tiempo insensatos, rebeldes, extraviados, esclavos de concupiscencias y deleites diversos...Dios nuestro Salvador...nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo" (Tito 3:3-5; cf. 1 Corintios 6:11). El Señor tomó la iniciativa de sacarnos de nuestro estilo de vida anterior. Nos salvó, nos limpió y nos apartó para la justicia. Si hemos creído en Cristo para la salvación, hemos sido lavados por la regeneración del Espíritu Santo y apartados del mundo para la piedad (ver Romanos 12:2).
Sin embargo, la búsqueda de la santidad no termina cuando venimos a Cristo. De hecho, ¡sólo comienza! Hay una santidad posicional que heredamos en la regeneración y una santidad práctica que debemos buscar continuamente. Dios espera que cultivemos un estilo de vida de santidad (1 Pedro 1:14-16) y nos ordena diciendo: "limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios" (2 Corintios 7:1). Llevar la santidad a la "perfección" significa que debemos crecer en la eficacia espiritual cada día. Debemos considerarnos "muertos al pecado" (Romanos 6:11), negándonos a volver a nuestros estilos de vida anteriores. De esta manera "nos limpiamos de lo que es deshonroso", convirtiéndonos en vasos "para honra, santificados, útiles al Señor, y dispuestos para toda buena obra" (2 Timoteo 2:21). La santidad es la marca de todo verdadero cristiano (1 Juan 3:9-10).
Cultivar un estilo de vida de santidad no significa que debamos hacer una lista de lo que se debe y no se debe hacer para vivir. Somos libres de la letra de la ley que mata (2 Corintios 3:6) y ahora vivimos según los mandatos del Espíritu Santo (Gálatas 5:16-18).
Se nos dice: "ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad" (Filipenses 2:12-13). En este versículo vemos la cooperación entre Dios y sus hijos en la santificación. Nosotros "nos ocupamos" en lo que Dios "obra en" nosotros, porque Dios tiene una línea de tiempo para las virtudes que desea cultivar en nuestras vidas. Nuestra responsabilidad es rendirnos a Sus deseos, "ocupándonos" con mucha atención y cuidado de las cosas que Él está haciendo crecer en nosotros. La santidad no se completará en nuestras vidas sin ningún esfuerzo de nuestra parte. Estamos invitados a participar en la obra que Dios hace en nosotros. No seremos "llevados a los cielos en lechos floridos de facilidad", como dice el viejo himno.
Esta es, quizás, la lección más importante que podemos aprender como cristianos. El último deseo de Dios para Su pueblo es que seamos santos - conformados a la imagen de su Hijo, Jesús (Romanos 8:29; 1 Tesalonicenses 4:3-4). La santidad es la voluntad de Dios para nuestras vidas.
Por supuesto, la carne es débil (Marcos 14:38). Ninguno de nosotros alcanzará la perfección sin pecado en este mundo, pero Dios ha hecho provisión para nuestro pecado. "Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad" (1 Juan 1:9). Nuestra búsqueda de la santidad en este mundo incluye la confesión diaria y el abandono del pecado (ver Hebreos 12:1-3).
Dios nos ayuda en nuestra debilidad dándonos su Espíritu Santo, que nos revela la mente de Cristo y nos capacita para llevar a cabo Su voluntad (1 Corintios 2:14-16; Filipenses 2:13). Cuando nos rendimos al Espíritu, nos convertimos en cristianos fructíferos, dando una cosecha que agrada a Dios (Gálatas 5:22-23). Por otro lado, cuando suprimimos la obra del Espíritu Santo rebelándonos contra Su voluntad para con nosotros, ahogamos el designio de Dios, saboteamos nuestro propio crecimiento espiritual y contristamos al Espíritu Santo (Efesios 4:30).
Si Dios tuvo tanta misericordia para redimirnos del pecado y de la muerte y darnos nueva vida en Cristo, lo menos que podemos hacer es ofrecerle nuestras vidas en completa entrega y santidad, lo cual es para nuestro beneficio (cf. Deuteronomio 10:13). Por las misericordias de Dios, debemos ser sacrificios vivos, "santos y agradables a Dios" (Romanos 12:1; cf. Deuteronomio 10:13). Un día, en el cielo, seremos libres del pecado y de todos sus efectos. Hasta entonces, "fijamos nuestros ojos en Jesús, el autor y consumador de nuestra fe" y seguimos corriendo nuestra carrera (Hebreos 12:2).